Es bastante horrible que todas las hojas de todos los árboles de nuestra vida, presentes para Funes el memorioso, estén perdidas para nosotros sin estarlo, estén ahí como si no estuvieran, en una memoria pasiva que se niega a obedecer la voluntad y, en cambio, estúpida, nos saca de golpe una vidriera de Roma en 1952, un lápiz azul de un cumpleaños infantil, una escena de una cinta de Pola Negri, un compás de tango y gracias, dejándonos vislumbrar sádicamente que todo el resto está también ahí, que podríamos acordarrnos si solamente encontráramos el método; entonces claro, las tentativas ilustres, Proust, el psicoanálisis, Alan Resnais. Se aducirá estimablemente que el peso de un pasado recordable en su totalidad sería el peor enemigo del presente, es decir de la vida; pero entonces, ¿por qué ese almacenamiento insensato, biológicamente antieconómico, para qué esa ardilla escondiendo nueces de las que solo restituirá fragmentos casi siempre arbitrarios e intempestivos?. Si somos optimistas, nos parecerá un signo alentador de que el hombre está todavía mucho más acá de sus últimas posibilidades mentales; pero hay algo que manda todo al suelo, y es el verificable sistema de falencias y traiciones que asoma ya en esta otra memoria obediente y a mano, en este supuesto fichero garantizado de recuerdos a full time.
Cualquiera que vuelva a ver una película de hace treinta años, de la que creía acordarse sin mengua, sabrá lo que trato de decir; Torito para este disco, pensé que fue escrito en 1952, veinte años después de los episodios que un púgil tuberculoso rememora en un hospital de Córdoba, y que en mi pieza en París solo conté con una memoria que me iba alcanzando a su manera tanto nombre y tanto pasaje que entonces le acepté confiado. Hoy, otros veinte años después, dudo de estas supuestas certezas, y me gustaría que algún historiador argentino del noble arte verificara los datos. A cuarenta años de la modesta saga de Justo Antonio Suárez (¿Antonio?), los nombres y situaciones que entrego a la investigación son estos: El “patrón”, claro, era Pepe Lectoure; el negro –“Flores, creo, algo así”-, Bruce Flowers. El episodio del príncipe ocurrió cuando la dictadura de Uriburu; el notorio Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, vino a inaugurar la Exposición Rural de Palermo, y como buen sátrapa visitando sus dominios –frigoríficos, ferrocarriles, y clubes de polo- se trajo bufones y juglares, por ejemplo un regimiento de gaiteros escoceses (los Cameron Highlanders), y al campeón de peso liviano de Inglaterra, Fred Webster, que Suárez noqueó en la primera vuelta para estupefacción del príncipe (y tal vez de Uriburu) presentes en el ringside.
A Tala creo que lo inventé, pero “el brujo” era Juan Carlos Casal, un uruguayo. El “Tani” Loayza vino de Chile en busca de un sueño; ; el “yoni” del auto rojo era un yanqui llamado Herman; Suárez, cuya memoria también vacila en el cuento, tenía que acordarse sin embargo de que el hombre que acabó con él se llamaba Billy Petrolle, apodado “el expreso de Fargo”, Macoroa, tocayo mío, y Luis Rayo, admirable estilista español, no son nombres fácilmente olvidables; creo que “los hermanos” se llamaban Venturi, y que el episodio del chaparrón que obligó uno de los combates ocurrió realmente. ¿Por qué alguien no me precisa los errores y los aciertos, che, y así podemos acordarnos otro poco del Torito de Mataderos? Debe haber algún libro o estudio sobre Suaréz, sin hablar de las colecciones de revistas. ¿Era en Lanús donde vivía su novia? Sé que sé su nombre, pero la otra memoria no quiere dármelo. ¿No era Pilar? ¿Hubo alguna vez un gimnasio en la calle Chacabuco? Victor Peralta batió a Suárez por knock out (¿en el décimo round?). Los versos del tango que canturrea Suárez, ¿son aproximadamente ésos? ¿Realmente hubo un tango dedicado a él?"

Julio Cortázar